domingo, 20 de septiembre de 2009

TRIBULACIONES DE UN CIUDADANO EN BARCELONA

Saco la moto para acudir al trabajo, al cabo de un kilómetro rodando decido regresar y meterla en el garaje. El tiempo frío me aconseja dejarla por hoy. Tampoco quiero coger el coche.
Tras dejar la moto bien asegurada en mi propio garaje, marcho a la cercana parada del autobús para cogerlo. Normalmente sale a los 15 y 45 minutos de cada hora (a los 5 y 35 en las primeras horas de la mañana), pero hoy ha parado en la parada a los menos 5 minutos. Diez minutos de retraso, más la media hora que perdí con la moto.
El autobús (en realidad es un autocar) recorre la distancia de 30 kilómetros que separa mi casa de la ronda Universidad en poco menos de una hora (normalmente el recorrido lo hace en 35 minutos en las primeras salidas) y luego me doy un paseo de poco más o menos 600 metros hasta la boca del metro de Universidad, de la Línea 1, recorrido que aprovecho para gastar un poco de mi peculio fumando un cigarrillo cuyo humo se evapora hacía arriba.
Hablando de humos, mientras viajaba en el autocar pude ver cómo las chimeneas de la eléctrica, en el Besós, soltaba un tremendo bufido cargado con espeso humo que parecía bastar para cubrir todo el cielo de Barcelona. De hecho el espacio aéreo estaba cubierto, no sólo en Barcelona sino en casi toda el área metropolitana.
Entro en el metro y en el andén me encuentro con un tío, de andrajosa vestimenta pero de buena calidad, que anda a trompicones con una lata de cerveza en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. Cerca de allí dos guardas vigilantes acompañados por un feísimo perro se dan el palique pasando de infracciones.
Cumplo mis deberes laborales lo mejor que puedo, lo que ya es decir.
Salgo de nuevo a la calle, entro en la estación de Plaça de Sants de la Línea 5 y bajo en la segunda siguiente, Entença. Para mi sorpresa el tío que me encontré en Universidad está ahora merodeando por el vestíbulo de Entença. Con la misma lata, u otra, de cerveza en la mano izquierda.



Como mi trabajo me lleva a permanecer en esta estación de Metro, puedo observar cómo el tío de la lata de cerveza se colaba en los andenes a través del paso de salida pulsando una palanca que abría las puertas. No le digo nada porque ese no es mi trabajo pero la sorpresa no acaba ahí, pues una señora de buen ver, bien vestida y con andar elegante se cuela igualmente pero esta vez agachándose todo el cuerpo para pasar por debajo de los controladores rodantes reservados para los minusválidos. Se ve que la vestidura no hace al sinvergüenza.
Entro de nuevo en el andén dirección Horta, y en las escaleras de acceso al mismo me vuelvo a encontrar al tío andrajoso, pero cuya vestimenta es de buena calidad, fumando a todo carrillo y sentado en el primer escalón de la escalera. Le aviso de que no se puede fumar en el Metro y le pregunto si le pasa algo. Va el tío y trata de soltarme un rollo fenomenal sobre que lo han echado de la empresa, que su mujer le ha puesto unos cuernos más grandes que el de los ciervos y encima el juez lo ha mandado a la calle cuando fue a solicitar la separación o divorcio. Además le ha caído con que tiene que satisfacer una pensión a su exmujer y por extensión al amante de ésta y al perro que el amante ha traído consigo a su casa, la casa del tío andrajoso que tiene que seguir abonando los vencimientos de la hipoteca porque solamente está a su nombre…
Entre tanto el alcalde de Barcelona, Jordi Hereu, llora a moco tendido porque los fabricantes de coches no quieren hacerle el juego de exponer sus coches en el Salón del Automóvil.
Me solidarizo con el pobre tío andrajoso pero de ropa de buena calidad y, pese al pestazo que suelta a cada rebufo, le acompaño en el sentimiento ofreciéndole una cajetilla de cigarrillos Pall Mall. Se me queda como viendo visiones y agradeciéndome el gesto se larga hacía la salida de la estación. Menos mal. En su estado temía que se arrojara a las vías del Metro.
En el andén dí aviso al vigilante jurado -con porra, relucientes esposas de acero y demás herramientas de su trabajo- para que vigile una posible trastada. El vigilante solo da unos pasos hacía la escalera y vuelve como vino: con aire fresco y chulo, importándole un pimiento lo que ocurra en las instalaciones para las que fue contratado.

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